20 de octubre 2018
Hace algún tiempo era común escuchar muchas opiniones respecto de lo que conocemos como ghettos verticales: enormes edificios de vivienda, muy cercanos unos con otros, creando un espacio irracionalmente denso y desprovisto de valores arquitectónicos, urbanos y naturales.
Se trata de espacios desprovistos de diseño, de arquitectura y de nobleza. En resumen, son lugares que no fueron pensados para el buen vivir de las personas y familias que los habitan, sino para almacenarlas en unos cuantos metros cuadrados.
¿Por qué llegamos a esto? Por la falta de normativas y planificación urbana de algunas comunas, como Estación Central… y porque el libre mercado y los intereses económicos dan forma a la ciudad y rigen las condiciones de habitabilidad.
Puede sonar ingenuo hablar de ética mientras la realidad da claras muestras de su total inexistencia, pero es imperativo que los actores involucrados en estos proyectos apelen a la ética, pues es un valor fundamental en el desarrollo de la sociedad.
Ciudades enfermas
Para entender cuáles son las verdaderas falencias de estos proyectos inmobiliarios de gran escala es necesario hacer un contraste con el concepto de ciudad saludable, que remite a un conjunto de condiciones que mejoran la calidad de vida de las personas y, por ende, de los barrios y de las ciudades.
Estas características permiten transformar los espacios urbanos en barrios vivos y productivos, volviéndose polos de centralidad. De este modo, se convierten en ciudades sostenibles, donde todo funciona a pequeña escala (como la supermanzana de Gràcia, en Barcelona).
Los ghettos verticales no aportan en esta configuración, ya que suelen estar emplazados en áreas donde las personas, por lo general, llegan a dormir pero no viven sus entornos: no trabajan ahí; no consumen ahí; no hacen su vida ahí. Es decir, son tributarios de otros sectores de la ciudad que sí son áreas activas y diversas, contenedoras de vida urbana.
La relación de distancia y usos específicos entre diferentes sectores de una misma ciudad tiende a separarlos. Esto va generando áreas con mejores condiciones para sus habitantes y otras desfavorecidas o residuales, que sólo sirven como espacio de almacenaje de personas.
Mixtas y complejas
Para tener una ciudad saludable debemos tener barrios saludables. Y para lograrlo es necesario dotarlos de carácter, para que las personas tengan acceso a servicios y espacios de calidad, que los conecten con el resto de la ciudad y les permitan desarrollar actividades propias.
Según la Guía metodológica del urbanismo sostenible, de BCNEcología, uno de los indicadores que permiten evaluar la salud de un sector, y con esto el bienestar de sus habitantes, es la complejidad urbana.
Una ciudad sana es, a su vez, compleja en sus usos. Una ciudad que permite la posibilidad de múltiples usos y actividades simultáneas, dando vida al espacio público y reduciendo los desplazamientos. Por eso, para tener una ciudad compleja es necesario:
La disposición de usos no residenciales en planta baja (primer piso) favorece la ocupación de la calle y, a la vez, la estructura como conector de actividades, y como espacio de estancia y de convivencia, fomentando los vínculos sociales y comerciales.
La exclusión
Por otra parte, la denominación de ghetto implica la segregación o condición marginal; es decir, de vivir separados del resto de la sociedad. Entonces, la pregunta que vale la pena hacer es: ¿de qué son marginadas las personas que viven en estos edificios?
En resumen, los ghettos verticales son dañinos para la salud de nuestras ciudades y de sus habitantes, porque los alejan del estándar de ciudad habitable. Además, no consideran el lugar donde se emplazan y olvidan que cada construcción es responsable de hacer ciudad… así como cada árbol forma parte de un bosque.